martes, febrero 04, 2014

Cuarto día

Ella escribe apenas tres palabras, con su bolígrafo amarillo de punto fino. En el extremo contrario a la punta, la tapadera del lapicero yace a presión, bien resguardada, para cuándo ella termine de escribir y quiera tapar el instrumento, siempre ordenado.

Suspira y las ideas, a modo de carrera alocada, buscan acomodarse en su cabeza para al fin, plasmarse en el papel. Pero no lo logran. Hacen que ella grite y se lleve ambas manos a la cabeza, en pos de rogar orden, para poder continuar.

Pero las ideas se rehúsan y ella, rendida —al menos por el momento—, se levanta de la silla, va a la cocina y sirve en una taza una ración dulce de café frío.

Afuera la noche susurra sonidos de pequeños animales en acción, y el viento parece no existir.

La historia sigue en su cabeza, pero aún carece de orden.

Se acaba el café y se sirve otro.

Era cuestión de esperar.
















El caso era relativamente sencillo, y todo el mundo sabía —cómo en muchos casos—, cuál sería el veredicto final. Pero aún así, aunque ya todo se hubiera dicho, aunque el acusado no tuviera ninguna esperanza, aunque el mismo abogado sabía que no había nada que pudiera hacer, a pesar de todo eso, las citas, las reuniones y el juicio tendrían que hacerse.

Amaba su trabajo, pero ese tipo de formales asuntos innecesarios eran realmente cansinos.

Se acarició las sienes y con un movimiento rápido, puso en marcha la cafetera, siempre cerca de sus dedos.

La maquina trabajó afanosa, y la taza se mostró llena de café negro, caliente.

Tomó la oreja de la taza oscura y puso los labios contra una de las orillas.
















Fue entonces que se dio cuenta de que le faltaba algo.






El café estaba frío, y las ideas se estaban ordenando, ¿que podría ser?



El café estaba caliente, y el caso listo en su cabeza, ¿que podría ser?




Ella abrió la ventana y miró hacia afuera, hacia el cielo.



Él atravesó el cuarto, llegó al balcón y abrió la puerta. Miró al cielo.





La W se mostró, cómo pocas noches tan visible e imposible de confundir.




Ella la vio.

Él la vio.




Ambos lo hicieron.





Y entonces, cómo un chiste mal contado, cómo una historia de amor con un final infeliz, ambos cerraron ventana y puerta, e ignoraron los sentimientos que no sentían porque no estaban allí, pero que creían necesitar.



—Si que hay estrellas.



—Hay muchas estrellas esta noche.




Ignoraron ese repiqueteo absurdo de un corazón que había vivido experiencias relacionadas con música, amor, amistad y una W terca, que se negaba a ser ignorada incluso en un mundo alterno.

Pero no esta vez. No, no está vez.

2 comentarios: